Lo primero que te das cuenta al aterrizar en Addis Abeba, como en casi cualquier país africano, es ese caos organizado que impera a la hora de realizar cualquier tarea, que unido al lento ritmo de vida de las personas, provoca que tu paciencia se vea alterada desde el primer momento. Y ese momento es hacerse el visado. Sin embargo, uno no tarda mucho en darse cuenta de donde está, y se acostumbra rápidamente.
La Comunidad Misionera de San Pablo Apóstol (MCSPA) es una organización establecida en varias misiones en Etiopía desde sus inicios, ayudando en el desarrollo de pequeñas zonas rurales, en lugares donde la ayuda era inexistente. Yo colaboré durante septiembre de 2012 en la de Andode, situada en el Valle de Angar Guten, en la región de Oromia, cerca de Nekemte, a unos 300 kilómetros al oeste de Addis Abeba.
La MCSPA es una organización religiosa presente en Etiopía desde principios de los '90, enfocada en el desarrollo de regiones marginales a través de varias misiones repartidas por el país. Andode se encuentra en una zona virgen, rodeada por un entorno insuperable, y poblada por una de las etnias más predominantes en el país: los oromos. En ella, tres misioneras se encargaban de dirigir, entre muchas otras cosas, tres guarderías fundadas por la misión en los pueblos de Andode, Gida y Guten.
Tras un viaje de 10 horas en coche, que sirve como primera toma de contacto con el país, con su gente, con sus costumbres, con sus paisajes, se llega a la misión. Todo el poblado sale para recibirte, y no dejará de mostrarte su afecto y aprecio hasta el día en que partas.
La vida en la misión es un lujo. Duermes en camas (importante no olvidarse la mosquitera), el baño tiene todo lo que uno necesita, y la comida a base de pasta, fruta, verduras y conservas. Cuando sales de la misión, la comida se puede hacer pesada, pero hay que acostumbrarse y está buena. La injera es la base de la comida etíope. Consiste en una crepe hecha a base de un cereal llamado tef, y acompaña a diferentes guisos de legumbres, huevo o carne vieja (si tienes suerte). Importante mencionar el café, para muchos el mejor del mundo. No es difícil presenciar un ritual de preparación donde se tuesta, se muele y se ofrece como muestra de agradecimiento.
El día empieza alrededor de las 7:30-8 am y las labores dependen de las necesidades en ese momento. Pintar las paredes de las guarderías, ayudar en el registro de sus alumnos, enseñar inglés y jugar con los niños, enseñar a las madres a cultivar para así poder ser autosuficientes, ayudar en las campañas de vacunación, ayudar con los huertos o invernadero de la misión, etc.
Al poco tiempo, uno se da cuenta del tremendo impacto que la misión tiene en la zona. Y el mayor reflejo son los niños. Su descaro, su desparpajo, su inteligencia, es diferente a la de otros niños que puedes conocer en otros lugares. Por un lado, la misión les abastece con los nutrientes que carecen, especialmente a partir de la leche de soja cultivada. Por otro, no tienen que recorrer kilómetros cada día para acudir a por agua, utilizando ese tiempo para jugar, interactuar o aprender inglés. De esta manera, desarrollan unas habilidades y capacidades que en el futuro pueden servirles para tener una vida más próspera.
En definitiva, fue una experiencia única en mi vida, que sin duda me enseñó y aportó mucho más que lo que yo pude dar, imprevisiblemente. Etiopía es un país especial por su historia, por su diversidad de culturas, por su raza tan característica, por la amabilidad y alegría de su gente... Un mes se hace muy corto, pero es tiempo suficiente para que la despedida se haga cuesta arriba. Sólo me faltó visitar Lalibela y el Nilo Azul, pero ya tengo (otra) excusa para volver.
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